Posteado por: periodistarural | 10 septiembre 2010

La complejidad de lo rural: donde las definiciones sí importan

Por Esteban Jara
Consultor de Rimisp – Centro Latinoamericano para el Desarrollo Rural

Es probable que usted, al igual que la mayoría de la gente, vea en los paisajes campestres del sur de Chile un referente ineludible de lo que de alguna u otra manera se entiende por ruralidad. Sin embargo, si se abstrae momentáneamente de su espíritu contemplativo y se pregunta qué es la ruralidad, ya no es tan probable que encuentre con facilidad una definición que lo deje ciento por ciento conforme. Y si la encuentra, seguramente no será una que deje ciento por ciento conforme a un economista, o a un geógrafo, a un poeta o a un campesino. La explicación de esto no es muy intrincada: el mundo rural es reconocido como un entramado fenómeno multidimensional, un mundo complejo bajo casi cualquier punto de vista que a uno se le ocurra (social, económico, histórico, cultural, biológico, físico, ecológico, energético… la lista es larga), y como tal, se presta para incontables visiones, muchas de ellas provistas de una inherente subjetividad.

Pero un grupo particular de actores, los gestores de políticas públicas, sí que necesitan una clara y precisa definición de ruralidad, y que debe estar basada en criterios cuantificables y verificables. Dado el carácter de su misión –asignar los recursos públicos de manera inteligente con el objeto de mejorar el bienestar social–, el desafío que ello supone no sólo es intentar lograr respuestas de consenso frente a un amplio espectro de visiones e intereses, sino también uno de un innegable carácter técnico; de ahí que los ministerios nunca prescindan de los servicios de un cuerpo de profesionales calificados en diversas disciplinas.

Y he aquí el problema: no obstante lo anterior, la complejidad del mundo rural simplemente supera esta capacidad técnica, y los gestores de políticas a la hora de tomar sus decisiones, se ven obligados a reducir la dimensión del fenómeno. Necesitan ser prácticos, deben hacer uso de modelos que simplifiquen la realidad a un nivel manejable, deben establecer supuestos y muchas veces omitir variables, y consiguientemente, importantes dimensiones rurales difíciles de cuantificar y de valorizar, como por ejemplo la belleza paisajística, los derechos consuetudinarios y, por qué no decirlo, la dignidad cultural, quedan excluidas de numerosas discusiones y decisiones de políticas.

¿Cuál es el riesgo de esto? Quizás ya lo sospecha: que en su afán simplificador, a los gestores se les pase la mano.

En Chile, los criterios utilizados por el Instituto Nacional de Estadísticas para definir formalmente un territorio como rural son de dos tipos: uno demográfico, es decir, cantidad de población que viva en él, y otro económico, es decir, el tipo de actividad productiva que lo sustenta. Según estos criterios, áreas con poca gente y/o en los que se practiquen principalmente actividades primarias como la agricultura o la pesca artesanal, son reconocidos oficialmente como rurales. Suena razonable; ambos criterios maceran fuertemente nuestra percepción cotidiana de lo que son los paisajes rurales.

Sin embargo, si vamos un poco más allá inmediatamente nos encontramos con problemas. En primer lugar, sobre la norma misma con que el criterio oficial define ruralidad. Hay un límite específico y riguroso bajo el cual un territorio tiene poca gente, o sobre el cual éste está principalmente dedicado a actividades primarias, pero el por qué de estos límites es algo que los que los decidieron nunca han sido capaces de explicar. No se trata de que los  umbrales en sí mismos sean insensatos, pero ocurre que son rígidos (no se condicionan a otras características particulares del entorno) y sobre todo, fueron definidos arbitrariamente, sin mediar ninguna metodología rigurosa. Y además, ya ha sido planteado que estos criterios tienden a subestimar la ruralidad, definiendo como urbanos sectores en los que el olor a campo se percibe por todos lados; mientras un sector con 1990 personas es rural, otro similar pero con 11 habitantes más, oficialmente no lo será.

Pero esto es sólo parte del problema, y la menos importante. Lo más complicado de esta definición de ruralidad es que es dicotómica, es decir, un territorio se define sólo como urbano o sólo como rural. Así no más, sin matices, sin figuras intermedias. Esto se traduce en que dentro de lo que formalmente se entiende por rural caen desde comunas como Camiña, muy aisladas, ricas en patrimonio arqueológico, donde se practica una agricultura rudimentaria de autoconsumo por parte de productores que en su mayoría no salen leer y en donde decir que no vive casi nadie no está lejos de ser una exageración, hasta sectores de Talagante, con una agricultura eminentemente comercial, desde donde llegar a Santiago es cosa de minutos y en donde prácticamente todo el que quiera puede tener conexión a Internet.

Por lo tanto, preguntas como qué tan rural es cierta zona, o qué tipo de ruralidad es la que la caracteriza, quedan sin contestar. No existe una vara de medición concreta que permita comparar diferentes territorios, y normalmente el ideario colectivo que rescata la riqueza de cierta área en términos de sus recursos naturales, diversidad biológica o de su patrimonio cultural, no tiene una expresión funcional reconocida, o la tiene en un cuerpo legislativo disperso y parcial. No es fácil encontrar ejemplos en Chile de tal reduccionismo conceptual por parte del aparataje público.

Proponer una salida a esto no es tarea sencilla, pero en otros países han tratado abordar mejor el tema. En Estados Unidos por ejemplo, se tiene varias tipologías de territorios rurales y existe prácticamente una definición de rural por cada organismo federal cuyo ámbito tenga relación con la ruralidad. La definición no es dicotómica, sino que intenta –al menos parcialmente– reconocer un gradiente de múltiples configuraciones que recojan simultáneamente dimensiones que vayan más allá de las estrictamente demográficas o económicas. Así, estudios que intenten explicar los cambios sociales y económicos que afecten a los territorios y sociedades rurales pueden hacen uso de un concepto de ruralidad diferente al caso de investigaciones sobre, por ejemplo, el efecto de los programas de desarrollo en áreas sub-urbanas sobre los precios de la tierra.

El reconocimiento de la riqueza de los territorios rurales es por lo tanto más que un mero ejercicio intelectual. Tiene una directa implicancia sobre una adecuada toma de decisiones que repercutirán en múltiples aspectos de nuestras vidas y en futuro de nuestra sociedad. Esperemos que los gestores de políticas reconozcan esto oportunamente.


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